Perdonarse a uno mismo no sólo es imposible, sino que es peligroso e inútil. Es el vano intento de las almas plagadas de culpa de buscar alivio en el último lugar en el que deberían buscarlo: en sí mismas.
“Perdonarse a uno mismo” es el equivalente a decirle a una persona moribunda: “cúrate a ti mismo”. Recibir el perdón (absolución), como la medicina, viene de fuera de uno, de la mano de un sanador.
Nuestro problema no es la falta de “perdón a uno mismo”, sino que nunca creemos que Dios nos perdonó. Ésa es la cuestión. Nos engañamos a nosotros mismos al suponer que Dios proporcionó el 80% del perdón, y ahora es nuestra responsabilidad encontrar el otro 20%. El Señor hizo su parte, “te perdono”, y ahora debemos hacer la nuestra, “me perdono a mí mismo”.
En última instancia, nos convertimos en la cola humana que mueve al perro divino.
Cuando Dios perdona, perdona completamente. No hay deficiencia, ni 20%, ni 10%, ni 0,000000001% de perdón que debamos fabricar para cerrar el trato.
Todos los actos oscuros que traen ruina y desastre a matrimonios, familias y carreras; todas las mentiras y engaños; toda la vergüenza, el dolor y el arrepentimiento que nos sobrevienen después, todo eso Dios lo perdonó de un solo golpe porque transfirió todo ese mal a un hombre perfectamente justo que voluntariamente dio su vida en nuestro lugar, Jesucristo.
Descansa en paz en la única absolución que en última instancia importa: la que Jesús da desde su horrible cruz de hermoso amor.
Sacrificio perfecto.
Amor perfecto.
Perdón perfecto.
Por Chad Bird
